¡Orar en silencio, orar en pensamientos, orar con palabras, orar con lágrimas, con culpa, con rabia, con miedo, con felicidad, con pena, con júbilo, con dudas, en paz!
Hace hoy 5 años del día que me sentí completamente sola; ese día me senté y oré. De la misma manera que oraba cuando era pequeña antes de dormir, cuando era niña y pedía buenos sueños, una buena noche, pedía a ese alguien que me dijeron que era Dios y que seguro que estaría arriba escuchándome. Era pequeña, no lo cuestionaba; oraba, me dormía y seguía con mi vida. Pasaron los años y, siendo una mujer adulta, me olvidé de orar.
El día que volví a orar fue cuando miré mi entorno con los ojos del alma y vi el desierto. Desesperada, tomé una decisión, la de hacer una llamada urgente, y, como una niña, oré y no cuestione, oré a cualquier fuerza superior a mis fuerzas y me dormí. Al día siguiente volví a orar, miraba mi entorno y era un desierto que yo atravesaba, estaba muerta de sed. Al día siguiente seguí orando, y el desierto atravesando. El otro día igual, y el siguiente. Así fue durante un año, durante dos años, oré cada día hasta que un día volví a mirar alrededor y descubrí que el desierto estaba dentro de mí, que sencillamente había dejado de habitarme, y orando para algo o alguien fuera volví a estar dentro, a estar en mí.
Mi fe en algo superior, algo no ordinario, mi creencia en una fuerza, en una inteligencia transparente, hizo que mi mente se abriera hacia dentro y de dentro hacia fuera. El día que volví a orar fue tan solo el primero en que la niña me cogió de la mano y yo volví a creer.